domingo, 17 de julio de 2016

Enriqueta dejó de morirse


              Cuando yo era pequeña, descubrí un mundo secreto y mágico donde podía ocurrir lo que yo quisiera. Por eso, si me castigaban de rodillas en el rincón, yo inventaba una historia donde aparecían unos monstruos feísimos que se llevaban a doña Inés, la maestra, para hacerle cosquillas en los pies hasta que enfermaba de la risa. Si una niña me quitaba el lápiz o me tiraba de las trenzas ¡a mi cuaderno vas! Y allá que la metía en un cuento donde convocaba al tribunal de ratones y mazmorras que castigaba a las niñas que se portaban regular. Claro que, con mis cuentos, también podía conseguir, por ejemplo, que volvieran de Francia los hijos de Rosa, la vecina, la cuidaran mucho y ella dejara de llorar.

            El cuento más bonito se lo escribí a Enriqueta, una niña del cole que tenía los labios morados y los ojos saltones. Nadie quería jugar con ella; decían que era muy rara. Y es que, Enriqueta, si se te abría la boca de sueño, te metía el dedo hasta la campanilla; te daba besos en las manos, te mordía el bocadillo cuando estabas distraída y te seguía a todas partes en el recreo.

       Un día, Enriqueta se murió. Y pensé que eso no podía ser. Pero como yo no era Dios, ni podía resucitarla (por más que me empeñé en pedirlo) escribí una historia donde la mamá de Enriqueta viajaba con ella a un país muy bonito. Allí había un hospital también muy bonito y unas
enfermeras con unos trajes blancos que curaban a las personas enfermas. Enriqueta, entonces, dejó de morirse, volvió al colegio, hicimos una fiesta y todas las niñas querían ser sus amigas.

       Y colorín colorado, este cuento se ha acabado...






SIN GLAMOUR

          Un adagio florentino dice: «La vida es para gozarla».
          Existen días grises, arrugados, sucios… Otros de arco-iris, elegantes, nuevos… También los hay planos, sosos, sin calado...
         Hoy es un día normal, sencillito (que no simple). En los días normales es cuando ocurre lo fantástico: me preparo un zumo de olvido y me doy un baño de humildad; me he quedado nueva.
         ―¿Si?… Bajo enseguida.

       Comeré una hamburguesa con patatas en uno de esos sitios de comida basura que huele a
refrito, tocaré el cielo con los dedos llenos de pringue vulgar y pisaré alguna cagada de paloma en el parque (trae suerte). Además, me compraré un helado de limón con sabor a fresa y se me llenará de moscas la nariz. Voy a enseñarte mis empastes sin parar de reír. 
       Pintaré un dibujo en el asfalto…. (saltaré dentro; como Mary Poppings). Haré una foto sin glamour y robaré una frase mediocre; hace días que la vengo acechando. La descubrí en la puerta de un establecimiento de comida rápida, y dice así: “El sabor es el King”.
         Me voy de sabores...
        (Igual, hasta me emborracho y me da por volver).







MÁS FÁCIL

          —Oye, Fran, se gana mucha pasta ¿no?
          —Sí, mucha pasta.
         Colgó el teléfono y volvieron las dudas: ¿seré capaz de hacerlo?, ¿me traicionarán los nervios...? De todas formas, había que intentarlo.
          Se dirigió al cajón del mueble y sacó el arma. “Con un revolver te resultará más fácil”, le había comentado Fran; todo un veterano. 
        En el trayecto hasta la cocina, procuró concentrarse…
        —Venga, vieja, colabora un poco —la madre lo miró sorprendida.
       —¿La pistola es necesaria, hijo?
       —Me da seguridad.
        —Está bien —la mujer le arrebata el arma y dispara: ¡pun! ¡pun!
        El chico cae fulminado, con un brazo cruzándole el rostro y las piernas torcidas.
        —Perfecto. Si hoy no consigues el papel, se perderán un magnífico actor y una gran estrella de cine.







¿HACEMOS LAS PACES?

         Las migajas esparcidas por la mesa, alrededor del vaso vacío. Otro día sin estrenar, y la tarde escurrida en los visillos.

         Por fin, llegaron a un acuerdo: «Para ti, el sillón de orejas, la mantita eléctrica sin cable y el lado más ancho del armario. Para mí, la hamaca de la playa, la bufanda de Homer Simpson y el mando de la tele». A compartir, la esquina de terraza donde da el sol, el helado de limón y la ducha de hidromasaje.
        ―Firma aquí:
        Y ella deja un rastro de carmín rubricado en sus labios.






HUELE A CHICLE

             Desde que aparecieron los “multicines”, los domingos han perdido su encanto. Antes, el domingo era un día especial, sobre todo si llovía. Como no había un duro para ir a otro sitio, ni ordenador, ni DVDs, ni pepinillos en canasta, pues, sólo quedaba el cine.
          Además, los cines olían a domingo y los domingos, a cine. Cada barrio tenía el suyo y las paredes estaban forradas de terciopelo. Había alfombra, acomodador, ambigú... Y, por dos duros, te sentías como en Hollywood.

          Recuerdo que, después de comer, bajabas con tu rebeca en el brazo y llamabas a tu amiga del bloque de enfrene a voces: «¡Pili! Que me voy a por las entradas» Y ella, con la cabeza todavía llena de rulos, te decía que, vale. La gente guardaba cola en la calle hasta que abrían la taquilla. Y colabas a tu primo, al hermano y a s u tía la soltera sin que nadie protestara. A la hora en punto, se abría la ventanilla y allí estaba doña Consuelo, con su moño bañado en laca y sus uñas largas y esmaltadas, pero todo suyo, nada de postizos. Además, le podías decir: “Doña Consuelo, dos en la fila de atrás (si ibas con el novio) o, una en medio (si te habías pelado con él). Y ella, doña Consuelo, te daba lo que
le pidieras. La sala era enorme y, allí, te encontrabas con medio barrio.
       ―¡Toñi!, vente aquí, que hay una butaca libre.
        Y nunca te sentías sola. Y pasabas dos horas tan ricamente, con tu chicle Bazoka, que se estira y explota
        Lo que más me gustaba era cuando sonaba el timbre de “descanso”. Se encendían las luces y todo el mundo a la barra del fondo, a por bebida y chuches.
        ―¡Mari! ¡Trae altramuces y regaliz!
       Y, luego, a correr, que el timbre de “ fin de descanso” sonaba siempre cuando el tío del ambigú todavía no te había dado la vuelta del dinero.

          Hoy es fiesta y está lloviendo. El caso es que, había pensado ir al cine, pero claro, con esas salas tan modernas que, además, te pillan en el quinto infierno y donde no hay acomodador, ni alfombra, ni timbre, ni descansos…, pues, he preferido quedarme en casa recordando lo bien que olían los cines. ¿O, era el chicle…?







LA VIDA EN JUEGO

              Cada día, al despertar, me mirabas desde tu vida encadenada a esa cama en la que te enfrentabas al más grande desafío. Yo nunca fui competitivo, y menos cuando estaba en juego algo tan valioso. Sin embargo, acepté el reto. Creo que me volví loco de contagio. Tú me enseñaste a convertir la vida en juego.
         ―Trato hecho ―acepté.
           Y volviste a cerrar los ojos, con la seguridad del ganador.

         Pasaron dos semanas y recuerdo que no me gustaba la comida de hospital. Las enfermeras te vigilaban de cerca; pero tú, a escondidas, me guiñabas un ojo malicioso y triunfador. Yo sabía que eras un rival muy tenaz. Y así fue. Ganaste, amigo.

        Cuando retiraron tu cuerpo y cambiaron las sábanas, llegó un nuevo enfermo. Lo confieso, no tuve valor para jugar con él. En esto de apostar a ver quién se muere primero, prefiero quedar segundo.






EL ASUNTO

           El marido de mi amiga quiere que le hagan un traje a medida. Dice que lleva toda su vida trabajando y que es un capricho. Encontrar un sastre en estos tiempos resulta difícil.
          ―Pepita, la de Carrascal, es muy buena costurera. Incluso me han contado que Lola Flores le encargó algunos vestidos de cola en su época ―informó mi amiga al marido.
          ―Pero..., ¿sabe hacer trajes? ―preguntó él.
           ―Pues claro, hombre, ¿no va a saber?... ―contestó mi amiga.
         Pepita, la de Carrascal, quería ser enfermera, aunque su padre se opuso sin miramientos: «Una mocita decente no sale de casa». Y Pepita se las ingenió para escapar al piso de arriba y, por las tardes, aprender Corte y Confección. Pero claro, de ese modo, lo único que cató Pepita en este mundo fueron hilos, agujas y telas.

          Pasaron los años y Pepita solterita y modistilla se quedó.

          En fin, volviendo a nuestra historia, Pepita accedió a la petición de mi amiga sobre lo de confeccionar un traje a medida a su marido. La única pega que puso fue que el hombre no apareciera por su casa. «¿Y cómo entonces le vas a tomar medidas?», preguntó mi amiga. Pepita le dijo que eligiera un traje usado de su marido y se lo llevara, que ella se guiaría por ahí. Además, de esa forma, se ahorraría el tener que hacer la pregunta, ya que, ella misma, averiguaría ´el asunto´. A lo que mi amiga,,sorprendida, pidió aclaración.
           ―Verás, Esperanza ―dijo la modista―, a mí me gusta hacer las cosas bien y los pantalones de hombre tienen su particularidad. Una tiene que saber…
          ―¿Saber qué?, Pepita –preguntó mi amiga intrigada.
          ―Pues, tengo que averiguar el asunto, saber para qué lado carga tu marido.
          ―... ¿Para qué lado qué...?
          ―Claro, mujer. Los hombres no cargan todos para el mismo sitio.
         
           ¡Ay, mi madre! Treinta y tantos años de casada y en la vida se me habría ocurrido pensar en
semejante detalle. ¿os imagináis a los de El Corte Inglés haciendo la pregunta indiscreta
a sus clientes?... "Y usted ¿para dónde carga?"






EL DIRECTOR ANTE LA CEJA

           La ceja recibió al director en su oficina. Como siempre, sus pelos imponían respeto.
          Aquel día, la ceja estaba fruncida. Los resultados de la empresa no le satisfacían en absoluto.               Cuando el director tomó asiento, la ceja se arqueó.
         — Dígame, Rodriguez ¿qué ha pasado este mes con las ventas?
        Rodriguez se escurrió en el asiento y su chaqueta se elevó por encima de los
hombros.
         —Señora directora general, el mercado es competitivo y nuestra mercancía se ha quedado obsoleta.
          A la ceja se le pusieron los pelos de punta.
          —Está bien. Tendré que supervisar yo misma los pedidos. Acérquese.
       El director obedeció sumiso. Con mucho esfuerzo, la ceja se encaramó sobre los ojos de Rodríguez desplazando la pelusilla blanca que le brotaba encima del ojo.
         —Inspeccionemos el almacén— ordenó la ceja.

        Los empleados, al ver la expresión del director, corrieron a sus puestos. Aquel vello negruzco y alborotado le confería una mirada inquisidora. Cuando entraron en la sala de almacenaje, el director mostró a la ceja uno de sus productos estrella.
       —Mire, ahora comprenderá por qué necesitamos materiales modernos—, dijo el director, mientras colocaba una cuchilla en el mango de afeitar y se rasuraba la frente. La ceja quedó esparcida por el suelo y el director limpió la sangre que cubría sus ojos, pidiéndole disculpas.







LA LEY DE MURPHY

           Yo no comprendo a mi mujer. De pronto, me dice que quiere trabajar, que se aburre, que no se siente realizada... En fin, que yo soy un hombre moderno y si tengo que plancharme las camisas o hacer la compra en el supermercado, no me importa. Que trabaje. Pero es que también le ha dado por estudiar, y eso lo llevo peor. Que, ¿por qué?, muy sencillo... Algunos días, a la hora de la cena, te planta una tortilla de patatas en la mesa y te dice: «Juan ¿tú cuántos grados quieres?» Y, claro, a uno le toca la fibra (por no decir las pelotas) y como hace tanto tiempo que aparqué la geometría, voy y le suelto: «Ponme un cacho de grado superior». Y ella se ríe como diciendo: “Anda boniato, que ahora yo llevo la sartén por el mango”. Me da igual, yo todavía recuerdo que ´pi´ vale 3´1416 pero no me atrevo a ponerme chulito por si me quedo sin cena.

          Ayer mismo, me viene con un acertijo del profesor de Filosofía. Nada, que estoy tan tranquilo viendo los deportes y se me planta en jarras delante de la tele: 
          — Juan ¿si tú te comes un donut, te comes el hueco? 
           Y, como te lo suelta así, ya me pongo a dudar, (porque en eso de las indirectas, las mujeres tienen una malaleche…) A ver, pienso, ¿se me habrá olvidado algo en el supermercado?: Pan, arroz, leche, huevos… Menos mal que uno tiene la mente ágil y no se deja pillar. Entonces voy y como quien se quita una mosca de la nariz, le pregunto:
        — ¿Y eso quién quiere saberlo?
        —Verás —dice ella—, son ejercicios para pensar. Dice don Gustavo, el profesor de Filosofía, que hay que hacerse este tipo de preguntas para comprender a los clásicos. Y digo yo, si en esa época no existían los donut...  Nada, que encima va y se me enfada, porque dice que sus cosas no me interesan. Vamos a ver ¿le pregunto yo, por ejemplo, qué es una trócola; o una bujía de incandescencia, o contra quién juega el Madrid este domingo? No. ¿Verdad? Pues entonces por qué se mosquea conmigo por un agujerito de nada. Que compre los donut sin agujeros, no te jode...

         Ahora que, el día que me vino con lo de La ley de Murphy ya fue el remate de los remates. Y eso que, uno procura llevar a los niños al parque mientras ella estudia, y que mira y remira bien las bandejas de filetes en el super para que sean tiernos, y que uno es muy limpio y procura restregar bien el suelo con los calzoncillos después de la ducha... Pero nada, siempre encuentra algo con que fastidiar.
       Pues eso, que, sin ir más lejos, el domingo, para desayunar, voy y me preparo una tostada con mantequilla y cuando voy a darle un bocado se me cae al suelo. «Vaya», me digo,  «mira que caer boca abajo». Vamos, dije eso como quien dice: será mala suerte que haya tocado el 21.215 en el cupón de los ciegos y llevar yo el 40.308. Pues, nada ,que va ella y me suelta: «Eso es la Ley de Murphy».
       Y ¿qué quería, que le preguntara quién era el tipo ese? Pues, no. Me callé. 
      Pero es que, al rato, oigo llover y digo: «Joder, mira que llover el día que lavo el coche». Y va ella
y contesta: «Eso es la ley de Murphy». Entonces ya no pude contenerme. Le grité: 
       —¡¿Pero, vamos a ver, qué pasa, que el Murphy ese de marras la tiene tomada conmigo?!
        Y, ahí es donde ella se crece:
      —No Juan, que eres un inculto. Murphy formuló una Ley que viene a decir, más o menos, que si algo tiene que salir mal, saldrá. La filosofía de Murphy es: “Sonría, puede ser peor”.

       Eso sí que me convenció. Porque tengo un amigo al que su mujer le ha dado por apuntarse a pintura. El pobre, sí que lo pasa mal. Dice que, ahora, por narices, los domingos, su mujer le prepara un itinerario de Museos a visitar.
      —Mira, Juan –me dice mi amigo— tú no sabes lo que es plantarte delante de unos chorreones de amarillo y que tu mujer te suelte: «El Impresionismo es el movimiento más importante en la pintura de las últimas décadas del siglo XIX. La fragmentación de la luz en sus componentes cromáticos...» Y tú mirando el móvil a ver si te salta un mensaje, aunque sea ese de “Le recordamos que su saldo es inferior a tres euros”, y te escapas diciendo: «Perdona, tengo un mensaje y aquí no hay cobertura».   Pero nada, que los de la atención al cliente de Amena parece que están compinchados con tu mujer.           
         Y, mientras mi amigo me cuenta todo eso, yo pienso..: eso sí que no lo aguantaría yo. ¿Un domingo de museos? ¿Y que la parienta se pavonee contigo de lo mucho que está aprendiendo en clase de pintura? Ni muerto, vamos.

         Y volviendo a lo de mi mujer, lo que más me molesta es que me corrija en público. 
         Estoy un día hablando con mi cuñado y un amigo, y se me ocurre decir: 
       ―Pues nada, que íbamos yo y este. 
        Y va mi mujer y me da un codazo: ―Juan, será, este y yo. 
       Mira, no me pude callar y le dije: ―¿Y qué, que yo no iba?

       Volviendo a la Ley de Murphy, llegó un momento en el que me tuve que plantear una solución. Vamos, que tanto me nombraba mi mujer al tipo ese que llegué a pensar que era su amante. Hasta me ocurrió que pregunté en un bar por una cabeza de ciervo que había colgada en el comedor y me dijo el dueño que allí lo que había hasta que se rompió era un espejo.
        
        Bueno, pues, para que ella no se crea tan lista y vea que yo tengo mi cultura, me he preparado mi propia Ley. A ver si mi mujer comprende bien los axiomas, porque soy capaz de suspenderla aunque sea mi mujer. El caso es que, esta mañana, antes de salir le he dejado una hoja escrita en la cocina, que dice:
      “Maruchi, como sé que te gusta aprender, aquí te dejo una Ley que acaba de aprobar el Parlamento Europeo. Se llama La ley de Juan (que soy yo). Memorízala bien".
       Y le he puesto:

       Primer postulado : De la tortilla de patatas me gusta el ángulo que forma el coseno del cateto adyacente y la hipotenusa.
      Segundo postulado : Cuando compres una caja de donut procura guardar los huecos, que está la vida muy cara.
      Tercer postulado: De aquí en adelante, cuando salgas de clase no me llames para que te recoja con el coche, te buscas un taxi o te vienes con Sócrates, peripateando.
       Y si alguna vez se te ocurre apuntarte también a pintura, que sepas que yo no entro en lugares donde no haya cobertura en el móvil, que me recuerda la época esa del Tenebrismo”.

       Un momento, que tengo un mensaje en el móvil. 
       Es de mi mujer.
       Dice que no tenía papel albal y que le ha liado al niño el bocadilo en un folio escrito que había encima de la mesa de la codina. Que si era mío.

        Vaya, para una vez que me atrevo a soltar los cataplines y plantarle cara a la parienta.... 
        ¡Ya está! Eso va a ser la Ley de Murphy.






LA ALEMANA

         Mamá anunció que la niña llegaría el martes. ¿Habla español?, preguntó mi hermana. Pues, claro; su padre es el tío Miguel, contestó mi madre. ¡Ah! El tío Miguel, el de Alemania, dijo ella. Y todos reímos ante la ocurrencia de Carmichi, que protestó enfadada: Pues que no se le ocurra tocar mis muñecas.
          Mamá y papá fueron a recibir a los tíos, les acompañaron al hotel y nos quedamos con la niña para irla acostumbrando. Una semana después, sus padres volvieron a Dusseldorf. Está muy escuchimizada, dije yo. Y mamá me aclaró que era el clima y que por eso la traían a España.
          Al principio la niña no hablaba; pero enseguida se soltó. Recuerdo que mamá la llamaba desde la ventana y ella contestaba con su coleta tiesa: «¿Qué? Estoy aquí, jugando con la Amparito». Y le pedía un pfennig para chuche (que mi madre no sabía ni lo que era, pero le tiraba un duro y ella tan contenta).

         La niña fue tomando color y lustre y su madre nos enviaba cartas diciendo que, por favor, no dejásemos que nos llamara hermanas, ni papá y mamá a mi padre y a mi madre.

         El caso es que le tomamos tanto cariño que ninguno la corregíamos por ello. Y ocurrió que un día, a eso de las seis de la mañana, sentimos unos golpes en la puerta y voces en la escalera. Yo me tapé la cabeza con la sábana sin saber qué ocurría. Y ocurría que a una vecina se le había metido fuego y el humo salía por todas partes. Mi madre nos levantó a todos y tomó a la niña en brazos
mientras mi padre nos empujaba hacia la escalera. El incendio se controló pronto y fue más el susto que los daños. De todas formas, mamá ni siquiera lo comentó con “los alemanes”, como llamábamos a los tíos; temía que el incidente asustase a los padres y se la llevaran.
       A los pocos meses, ellos volvieron a España para ver a su hija y mi madre aleccionó a la pitusa para que no dijera nada del incendio.

       Los padres llegaron hablando a la niña en alemán, por aquello de que retomara sus hábitos. Y la niña al oírlos no tuvo otra ocurrencia que mirar a mi madre con ojillos traviesos mientras soltaba:                ―¿Ves, mamá? No les voy a contar que se quemó la casa porque ellos ya no me entienden.





PRIMEROS DE AÑO

          Son las diez de la mañana. Es el primer día del año y se supone que tenía que haber ocurrido algo ¿o no?... El caso es que yo todo lo veo igual… Bueno… Los “guiris” del piso de arriba todavía no han arrastrado ni un mueble, y un puñado de palomas acaba de adueñarse de la carretera; deben pensar que un cataclismo ha terminado con la civilización: ni un vehículo a la vista. Tampoco suena el teléfono, ni he visto a mi vecina de abajo barriendo su pedazo de terraza; que no veas la vida que lleva esta mujer: cuando no está limpiando cristales, tendiendo ropa o regando las macetas, te la ves ahí sentada, con el cigarrillo colgando del labio; dale que te pego al parchís con el marido.
       
         La verdad es que nunca voy a entender esa manera de perder el tiempo que tiene alguna gente.
        Mira que jugar al parchís… Todavía si se tratara del ajedrez, pues vale: ahí, la jugada depende de tu estrategia y visión de pájaro para controlar hasta el color del tablero. Pero… "Taca-taca. Taca-taca… ¡Zas! Uno-dos-tres-cuatro y cinco. ¡Te la como! Le pega una chupada al cigarrillo y se cuenta veinte. Y el pobre marido se ajusta las gafas sin protestar, se remueve en la silla y mira a su mujer con cara de domingo aburrido al ver que se está quedando sin munición.

        Estoy pensando, no sé por qué, que hoy echo de menos todo eso que me parecía cotidiano e insulso. Yo creo que estrenar año, además de aliciente, tiene su horma particular. A este año todavía no le he cogido el tranquillo: en cuanto lo haga, le muerdo el cuello y me cuento veinte como mi vecina

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