domingo, 24 de julio de 2016

Pago yo...


        A mí las fiestas navideñas me gustan, no voy a decir lo contrario. Claro que todo se desborda y ahí hemos de ser prudentes. La gente se tira a la calle y recorre las tiendas en busca de ni se sabe lo que quieren comprar; pero hay que comprar algo, de lo contrario parece que no vives las fiestas.               También se te llena el correo y pasas de uno o dos mensajes al día a tener la bandeja a tope, ya que, te llegan felicitaciones de personas a las que ni siquiera conoces. No suelo responder a este tipo de mensajes masivos porque no son para mí. Una cosa es que ya no funcionen las entrañables postales de navidad que te dejaba el cartero en el buzón, y otra que tu nombre se incluya entre un bloque de direcciones electrónicas no reveladas, y ¡hala! Date por felicitada.

       En fin, que yo, por estas fechas, procuro moderarme en todo. Un jamoncito si que cae; hay que sacar el cuchillo jamonero aunque sea una vez al año, si no ¿para qué lo compramos?... Dulces y licores, los justos (los que vienen en las cestas de navidad que regalan las empresas a la familia). ¿Y el arbolito con luces?, desde luego, el mismo de todos los años, que vuelve a su caja en cuanto llega el seis de enero, porque ya no aguanto más el tropezarme con sus adornos cada vez que entro en casa ni el pasarme el día barriendo flecos verdes que se caen al suelo o apagando el interruptor de las bombillas de colores (que ha dicho la tele que podemos salir ardiendo con estos chismes).

       El caso es que, lo que yo quería contar es que ya te puedes hacer el mejor propósito de no gastar más de la cuenta por estas fechas, que todo se te va al traste cuando menos te lo esperas...
      Tengo a mi hermana en casa y para que no se aburra llamé a una amiga y le pregunté si quería que saliéramos las tres a tomar algo; me dijo que, vale. Reniego de los burggers, aunque, desde que descubrí el menú ahorro de pollo (que está buenísimo y sólo cuesta 3.95), sí que me salto mis principios éticos y gastronómicos de vez en cuando. 
         Pues bien, pedimos tres menús ahorro de pollo y tres vasos de fanta de naranja. «Pago yo», dije empujando con el codo a mi amiga y a mi hermana que se me adelantaban.
       Total, si alguien tenía que invitar era yo: elemento común entre ellas dos, ya que una era mi hermana y la otra, mi amiga; y, además, acababan de conocerse por mí, que las conocía a las dos por separado aunque ellas no se conocieran entre sí (bueno, igual no fue por eso, pero le dije al chico que se cobrara de todo y ya está). En ese momento, entró al recinto una compañera de trabajo y su hija.                «¡Qué alegría verte!», dije, porque estamos de vacaciones. «Qué vais a tomar, os invito», añadí (me daba cosa no hacerlo cuando el chico todavía mantenía mi tarjeta de crédito fuera de la maquinita). En ese momento, la hija de mi compañera de trabajo saluda a un grupo de chicas que también acababan de entrar al local. El chaval del mostrador me dirige una mirada interrogante. Asiento, y él deduce que el tique de pago de mi tarjeta tendría que modificarse otra vez.
          Y ocurre que una de las chicas amigas de la hija de mi compañera de trabajo sale a la puerta y llama al resto de la pandilla que esperaba fuera. Se unen a los saludos, nos presentan... Y, cloro, me pareció que no era plan de pagar a unos sí y a otros no. De manera que le pido al chico del mostrador que se cobre también de lo que vayan a tomar ellos. En esto, aparecen los padres de mi amiga, que la habían visto a través de los cristales y, para no perder más tiempo, les pregunto si van a tomar algo. «Bueno», contestan. Pues nada, cóbrese también de lo que vaya a tomar la parejita, que para eso estamos en fiestas, je, je.
        De pronto, mi hermana me pregunta si es que me había tocado la lotería, y yo, de broma, le dije que sí (de alguna manera tenía que justificar aquel derroche de pagos surrealistas). No sé si es que lo dije muy alto o que la gente tiene buen oído para lo que le interesa, porque empezó a entrar gente al local felicitándome por el premio; gente que yo no conocía, ni había visto en mi vida. Y, claro, con semejante despliegue de cariño navideño, les tuve que invitar a todos.

       Desde luego, yo, por estas fechas, al burgger no vuelvo más, que saben mucho, y con eso del menú ahorro, este año me han soplado el mes y la extra de navidad.





EL FANTASMA DEL LIBRO

        Una vez, en la biblioteca, mientras leía a Kant (me gusta leer a Kant en la biblioteca) encontré un subrayado en el libro. Y , c o m o n o se deben pintar los libros de uso público, saqué una goma para borrar aquellas marcas de lápiz. Pero como un día, hace mucho, decidí que dejaría de arreglar lo que otros estropeaban (ya lo intenté con mis padres, a los que amenazaba con suicidarme si no dejaban de gritar, y lo único que conseguí fue que me llevaran al médico; me llevaron al médico dos veces, como no se hablaban..., ninguno de los dos sabía que el otro ya me había llevado al médico).            Por eso, aquel día, en la biblioteca, en lugar de borrar la marca rayada del libro, lo que hice fue escribir una nota al margen (también a lápiz): “No se debe pintar en los libros que usan otras personas”. Cerré aquel ejemplar, lo llevé a su estante y me fui. En el autobús, me entretuve mirando al niño que tenía en el asiento de enfrente y que jugaba con su muñeco Spiderman: lo elevaba en el aire y luego lo pegaba al cristal de la ventanilla, como diciendo: «Mira lo mal que anda el mundo, Spiderman, a ver si lo arreglas». 
         La madre, entre tanto, llevaba los ojos perdidos en la memoria, a miles de kilómetros de allí (mucha gente se pierde en los autobuses; aunque las veas en su asiento, no están ahí).
      
        El niño y su madre bajaron en Santa Rosa (yo lo hice en la parada siguiente). De pronto, advertí que el pequeño había olvidado su héroe en el asiento. Lo rescaté enseguida, antes de que él también se perdiera. Bajé en mi parada, con Spiderman en el bolsillo. Hacía un poco de frío. Caminé en dirección a la parada anterior, a ver si encontraba al niño y a su madre. Ni rastro. Pregunté a un señor que llevaba unas bolsas. Me dijo que no, que no se había cruzado con ellos. Incluso me paré en el
quiosco, compré unos chicles y pregunté a la vendedora si había visto a una mujer demacrada, con un abrigo marrón que llevaba un niño de la mano, llorando (supuse que el crío ya habría echado en falta su muñeco). La mujer del quiosco me dijo que lo único que había visto en los últimos minutos fue a un señor con unas bolsas, un perro suelto y otro paseando a su dueño. De manera que me fui a casa.

       Al entrar, encontré a mi marido en la cocina, preparándose una sopa de verduras.Como hace tanto  tiempo que no nos hablamos, ni siquiera le conté lo del niño que había olvidado a Spiderman en el asiento del autobús, aunque me apetecía mucho hacerlo. Igual, después de tantos años, tendría que darle la razón a mi padre, cuando decía que yo, de pequeña, me parecía a “Antoñita la Fantástica”, pues siempre traía una historia a casa ; por eso terminaba de comer la última.

        Aquella noche dormí mal. Imaginé al niño con su pataleta mientras gritaba que quería
su Spiderman; y a la madre, llamando por teléfono a comisaría, para que fueran a las cocheras de ´Aucorsa´ y buscaran el muñeco en alguno de los autobuses. Si la gente estuviera más pendiente de sus cosas, la policía no tendría que atender llamadas tan tontas como éstas.

       Al día siguiente, por la tarde, volví a la biblioteca. Me fui al estante y extraje de nuevo el libro «Crítica de la razón pura». Saqué la goma de borrar y busqué la página donde dejé mi nota a lápiz. Debajo de mi escrito habían añadido algo: «Perdón. Ya borré el subrayado». ¡Vaya sorpresa!, me dije. Y anoté: «No pasa nada, pero hay que cuidar los libros, ¿no te parece?». A partir de entonces, cada vez que visitaba la biblioteca y abría el libro de Kant, encontraba algo escrito al margen de la página, o al pie de la misma, o en la página siguiente... Aquella persona misteriosa me preguntaba cosas y me contaba otras. Yo le respondía, y también le contaba. Como en el libro ya quedaba poco espacio
en blanco que no hubiéramos usado para comunicarnos, lo que hice fue insertar cuartillas numeradas; y todo con mucho cuidado de que el personal de la biblioteca no se enterara. Estaba claro que, aquel individuo (supuse que era hombre, no sé porqué) quien quiera que fuese, usaba el libro por la mañana, mientras que yo lo hacía por la tarde, y nunca faltó el ejemplar de su sitio. Habría podido descubrirlo, saber quién estaba alotro lado de esa realidad cotidiana que, de pronto, se me volvió
mágica; pero no lo hice. No quise ponerle ojos, piernas, labios, nariz... No quise que se rompiera el hechizo de ese alguien a quien le gustaba Kant tanto como a mí, y a quien podía imaginar a mi antojo. Incluso, un día, le conté lo del niño del autobús. Me contestó que, de pequeño, también perdió a Spiderman en el asiento de un autobús. «¿Y qué ocurrió?», dejé escrito en la cuartilla. Me contestó que su madre, aquella noche, al llegar a casa, abrió la llave del gas, y que nadie pudo salvarlos, porque habían perdido a su héroe.

         «¿Quieres decir que estás muerto? ¿Me estoy comunicando con un muerto?»..., escribí sorprendida, y llevé el libro enseguida a su estante. Aunque cogí otro para disimular. De pronto me acordé de que ni siquiera sabía su nombre. Por ello, me levanté y volví a rescatar el libro de la estantería donde lo dejé. Al abrirlo, me quedé paralizada. Allí, debajo de lo que yo acababa de escribir, ya había una respuesta. Decía: «No sé a lo que tú le llamas estar muerto. Yo estoy muy bien así. Y más ahora que puedo comunicarme contigo»

        Hoy es fiesta, y la biblioteca está cerrada. Tendré que esperar a mañana para saber de él. Esto es muy duro, porque sé que llegará un momento en el que necesitaré tocarlo, verlo..., y ni siquiera sé si esto será posible. Aún así, pienso que resulta mágico esto de poder comunicarte con alguien que vive al otro lado de las páginas de un libro.





TODOS LOS DÍAS LO MISMO...

        Algunos días, me despierto con la esperanza de que me ocurra algo diferente. Y me quedo un rato entre las sábanas, mirando el techo, y pensando: ¿qué será?... Luego, escucho gritar al niño de arriba, y a su madre (que me da que no anda bien de la cabeza), y maldigo a la gente; no a toda, sino a la gente que grita a las siete de la mañana. De camino al trabajo, tampoco ocurre nada nuevo, pues, cuando no son cajas de pimientos, lo son de tomates ocupando la acera (el frutero de la esquina, que piensa que la calle es suya). Tampoco, al llegar a la oficina, encuentro nada fuera de lo común.                  Angelita ya está con su cerro de carpetas y sus gafas escurridas en la nariz, dale que te pego al teclado. ¡Lo que madruga esta mujer! La máquina del café sin vasos, como siempre, y el teléfono ¡tiro-riro- tiro-riro!, sin parar. ¿Es que la gente no se relaja nunca?...

       Acaba de entrar un señor con una gorra azul. Me suena su cara, aunque no consigo recordar de qué lo conozco; igual de la bulla de la feria, como dicen por aquí. Trae un paquete debajo del brazo y viene derechito a mi mesa. «¿Para mí?»..., pregunto sin mostrar interés; serán devoluciones de material. Lo miro de reojo... «¡Ya sé de qué conozco a este tipo!», me digo. Es el genio de la lámpara; bueno, no el gigante verde de Aladino, sino el mago normalito y simplón que yo me inventé cuando era pequeña.
Qué curioso. Le había perdido la pista desde que cumplí los catorce, y fue cuando dejé de creer en los genios y en lamparas mágicas. Él no se acordará de mí, seguro. Yo antes llevaba trenzas, aparato en los dientes y espinillas en la frente. Sin embargo, él sigue igual: vejete, orejas despuntadas, cara redonda y remolinos en las cejas, a lo travieso. Le acabo de firmar el recibí. Le doy las gracias y coloco el paquete en la bandeja. El hombre se me queda mirando, inclina la cabeza a un lado, a otro..., como cuando observas un cuadro abstracto. 
         Enseguida me pongo con mis papeles; no quiero que me descubra, me moriría de vergüenza si mis compañeros supieran que este genio formó parte de mi vida, y que me concedía deseos.

         Llamo por teléfono a mi madre. No contesta. Normal, mi madre hace cinco años que murió, aunque yo esperaba que el genio… Nada, nada..., cosas mías. El conserje, por fin, coloca vasos en la máquina del café, ya era hora. Enrique me toma la delantera, le gusta ser el primero en todo, hasta en eso del café. Algo falla en la máquina, su café no sale. Espero. Sigue dándole al botón, y nada. Tira el vaso a la papelera y vuelve a su mesa enfadado. Pruebo yo, y aparece el chorrito hirviendo. Enrique es muy impaciente, y proyecta mal rollo (eso dice Rosasio, la chica de la limpieza).

        Otra vez el teléfono… Lo atiende Angelita.
        —Es para ti.
        —¿Toma el recado, por favor? —le digo.
       Angelita está anotando algo en uno de los post-it amarillos que tengo sobre la mesa.
       Levanto el pulgar y le guiño un ojo mientras sorbo el café.
       —Ahí te dejo el teléfono, es una señora que quiere hablar contigo —me dice, y vuelve a lo suyo.         «Será una reclamación» (pienso).

         Acaba de llegar el jefe. Tengo montones de cosas que despachar con él.
       —¡Don Hilario, voy para allá enseguida!
       Dejo el café a medias...
      Me he pasado el día corriendo, como siempre. Aparte de ese tipo que se parecía a mi genio de antaño, no ha ocurrido nada extraordinario. Bueno, sí, me dio tiempo a despachar con el jefe todo lo que tenía pendiente. Aunque, olvidé el paquete que trajo el hombre en la bandeja de la oficina; seguro que el conserje ya lo llevó al almacén.
          Tenemos montones de paquetes sin abrir en el almacén; si es que no hay tiempo de nada…                  ¡Huy! al final, ni siquiera atendí el recado que me pasó Angelita para que llamara a esa mujer. Es más, ni me acuerdo dónde puse el papelito con el teléfono. En fin, da lo mismo. Ahora toca descansar; si se puede, claro, porque ya está el niño de arriba arrastrando el patín por el piso. Cualquier día subo y le monto un pollo a la madre, que ya está bien. Todos los días lo mismo...






LÁGRIMA APACHE

          Cuenta la leyenda que cuando el pueblo apache fue invadido y masacrado por el hombre blanco, los supervivientes de aquel genocidio sólo se preguntaban por qué. Con el alma rota y el silencio desgarrado, se sentaron en el suelo, alrededor de sus hermanos muertos, y lloraron. Cuenta la leyenda que cada lágrima caída, con el tiempo, se convirtió en piedra; una hermosa piedra con poderes curativos que, ahora, el hombre blanco utiliza en su propio beneficio.
           Qué curioso...
       Al hilo de esta historia que me llegó por una de esas casualidades de la vida (en las que yo no creo), os quería contar que, recluidas en un puro y transparente frasquito de cuarzo (el continente es tan importante como el contenido), guardo mis preciadas lágrimas: las tengo de todos los colores y tamaños. A veces, como un tesoro, las contemplo al trasluz. Algunas ya cristalizaron convirtiéndose en piedras curativas. En cambio otras, las más recientes, todavía se preguntan por qué.






HA VUELTO A OCURRIR

          Yo no es que tenga poderes, ni mucho menos, aunque puede que me funcione eso de la intuición: «Facultad de comprender las cosas instantáneamente, sin necesidad de razonamiento» (como dice la RAE). Pero es que ha sido hablar con ella un momento y notarlo enseguida. Se llaman Cisnes, y los hay por todas partes.
         Los Cisnes casi nunca saben que lo son, como en el cuento. De ahí que no comprendan muchas de las cosas que ocurren a su alrededor ni entiendan porqué, a veces, se sienten fuera de lugar. Por lo general, son personas inteligentes, reflexivas, capaces de disfrutar con las pequeñas cosas, sin terminar de desprenderse de ese hilo invisible que los conecta con sus orígenes, de forma que siempre hay algo que tira de ellos hacia delante, mientras que un contrapeso los balancea hacia atrás. Lo explico: los Cisnes se mueven en este mundo de patos como si fueran patos pero no lo son, por eso
siempre andan suspirando: «Ay, si va a ser que mi madre tenía razón cuando decía que yo era una cabeza loca». ¡Mentira! Tú lo que pasa es que eras un cisne y nadie te lo dijo. ¿Por qué —si no—, andaba siempre la vecina husmeando a ver si descubría el origen de tu insultante inteligencia mientras que la abuela repetía: «Que sí, que esta niña (este niño) da miedo de lo lista (listo) que es...?». Y es que los abuelos y las abuelas saben más de lo que nos creemos, lo que pasa es que no quieren decirlo por miedo a que nos convirtamos en monos de feria.
           Los Cisnes que viven en este mundo, pasean por las nubes sin caerse, conversan con el arcoíris, colocan flores en los jarrones vacíos, enumeran las cosas que sembrarían en el planeta, y las que mandarían al triturador de inmundicias. Incluso los hay que miran al jefe con el rabillo del ojo, sin quejarse, aunque, con gusto, le sacarían la lengua (de burla; no la del jefe). Hay Cisnes a los que les chiflan los bandoleros, leer, subirse a las torres para hacer escalada, ayudar a la gente, exprimir el tiempo..., y otros que tararean a Sabina y pintan como los ángeles (guiño a María y a Dori).

Nota: «Prohibido lastimar a los Cisnes del planeta bajo pena de arrugas en la almohada».

No hay comentarios: