martes, 12 de julio de 2016

El pez dorado

  No voy a hablar del libro de Le Clézio (premio Nobel de Literatura, 2008) aunque es una de esas perlas con las que me encuentro después de muchos naufragios en busca de tesoros. Lo que yo quería es contar una historia (inventada) donde expresar un sentimiento que nada o poco tiene que ver con la realidad (las cosas no tienen porque ser como yo las veo).
               
            Verán ustedes. Hace mucho tiempo, navegando por los mares del sur, decidí anclar mi barco y sumergirme en las profundidades de unas aguas repletas de peces de colores (metáfora de la vida). Al principio, mi piel, poco acostumbrada a la frialdad de las corrientes en unos puntos o a las altas temperaturas en otros, se resintió. De manera que, lo mismo nadaba durante meses, que me resguardaba silenciosa en la orilla.
            Con el tiempo, comprendí que resultaba difícil averiguar cuándo el color de aquellos peces era natural y cuándo simulado. De manera que opté por enfundarme una coraza con la que moverme sin peligro. Pero claro, aquello, lejos de protegerme, lo que hizo fue estropear más mi tegumento dérmico. Un día, sin embargo, y como no podía ser de otra forma, sucedió lo que tenía que suceder: dejé de navegar.
          Pasó el invierno, la primavera y el verano… Las hojas del calendario se desprendían secas, ingrávidas y muertas, como si el tiempo ya no quisiera acompañarme.
          «¿Qué te ocurre?» –dijo la voz. Y yo no supe contestar. De repente, en medio de esa vorágine surrealista, apareció el pez dorado: un ejemplar deslumbrante y único. Se movía con soltura, con elegancia ―como si el océano le perteneciera por completo―, y eso a mí me gustó. «Me puedes enseñar» – dije. Y él contestó: «Sígueme».
        Abrí las compuertas y volví a navegar.
       
         Desde entonces, este trocito de océano, chiquitito y azul, se ha convertido en parte de mi mundo, y el pez dorado, en mi guía. Me reconforta imitarle, observar sus movimientos, seguir su rastro, aprender... Hoy, el pez dorado me dejó una nota en el correo: «Ahora, ya sabes que el poder está dentro de ti. Siempre que me necesites, me puedes volver a inventar».





CAGADA DE MOSCA Y FILOSOFÍA

             Como ya estoy en segundo de psicología, aprovecho las mañanas para estudiar.
             Parece que hoy mi vecino se ha levantado con ganas de música; melodías suaves; no me
molestan.
           Estoy con uno de los filósofos empíricos más radicales: Berkeley. Bueno, no es que esté con él físicamente, lo que hago es estudiar y comprender su filosofía, su forma particular de entender el mundo, el conocimiento y la percepción humana. Jo, cómo me explico… De los olores y sonidos que irrumpen del exterior, deduzco que existen otras personas ahí afuera. Digo “deduzco” porque a veces no las veo, pero como afirma Berkely: «El árbol sigue existiendo aunque nadie lo ve, simplemente porque Dios lo observa constantemente».
        Bonito; sin duda. Es bonito saber que existes porque alguien te observa; bonito y romántico. Nunca me había parado a pensarlo.Y esto me lleva a otra reflexión: ¿Cómo sabría yo que soy yo si no te percibiera a ti como un tú distinto a mí?. Ay, ya me enredé en mi ´batiburrillo´ filosófico (ni caso).

            Volvamos con mi vecino. Ahora, el que canta es él:ópera. Deduzco así que mi vecino está contento. Y si está contento es porque el entramado de sus redes neuronales se ha purificado eliminando lo que hace unos días le produjo desazón. ¿Qué cómo sé de su tristeza? Fácil. Hace unos días ni conectaba música ni cantaba ópera.
           Con respecto a esto de sacar conclusiones del estado de ánimo de mi vecino a partir de
pequeñas ´cagadas de mosca´, veamos lo que dice Berkeley al respecto:
         «El conocimiento del mundo empírico puede purificarse y perfeccionarse eliminando todo el pensamiento y quedándonos solo con las percepciones puras». Y deduzco que, según Berky, mi vecino lo que ha hecho es dejar de pensar, por eso está contento. Uf, pedazo de conclusión que se me ha ocurrido a mí solita. Y ahora digo yo... ¿Eso es posible? Pregunto si es posible dejar de pensar, no lo de estar contento. ¡Huy!, me he vuelto a enredar.
          Ahora vengo...
          A ver, a ver... Aquí está el metafísico:
          1.- La forma ideal del conocimiento científico se obtiene persiguiendo las percepciones puras, sin intervención del intelecto.
          2.- Si los individuos actuaran de esta forma, seríamos capaces de conocer los secretos más profundos del mundo natural y del mundo humano.
          3.- La meta de la ciencia, por tanto, es desintelectualizar las percepciones humanas, purificándolas.
        4.-El mundo material son las percepciones que Dios nos hace tener.

      Creo que ahora lo entiendo, ´Berky´: ni existe mi vecino ni el mundo que me rodea. Bueno, sí que existen, pero sólo si yo los percibo. O sea, portaos bien si queréis existir, porque si dejo de percibiros desapareceréis. Joder, qué poderosa es la mente… Y digo yo ¿no sería mejor que me diera una duchita y saliera a tomar el aire? Al cine, por ejemplo. Creo que me estoy rayando… Igual nada de esto me necesita para existir. Qué putada ¿no?
         Si es que, al final, todos los filósofos llegamos a la misma conclusión: «Los humanos
no somos más que una minúscula y prepotente cagada de mosca en el Universo».
          ¿Dije “llegamos ”?
          Ratifico lo de prepotente.





MIS POSTIGOS CON PESTAÑAS

        Acabo de abrir los ojos. Ahhhg. Qué sueño...
       Entre las ranuras de la persiana, se cuela el día: unos hilitos de luz que simulan pentagramas sin notas. Estiro los brazos y tecleo sobre ellos: Do, dolor de corazón; Re, recuerdo de un amor; Mi, mirar soñando al mar; Fa, que fácil es cantar…
       La mañana huele a pájaros, a sonrisas y a café (como el olor que subía por el patio de la casa de mi abuela).
      Una duchita y al trapo.Tengo que organizarme, pedir hora en la peluquera, atender el correo, pasar la aspiradora; sobre todo por las zonas de nostalgia, miedos y rencores.
        Haré la compra semanal en el supermercado, le daré otro repasito al texto de la contraportada de mi libro, guardaré la ropa de verano y me arreglaré las uñas. Dejo el ratito de lectura para la noche.             También hay que descongelar la nevera, limpiar los azulejos de la cocina y hacer un poco de deporte (no solo con el trapo y la lejía). Ah, que no se me olvide, a ver si hablo con el banco para que me bajen la cuota trimestral de mantenimiento de cuenta, que son muy espabilados, que yo tengo mi nómina domiciliada... Y todo esto, antes de las tres de la tarde que entro a trabajar... Creo que podré con todo (como me dice la gente para que no les pida ayuda...).
        Veamos...
        A la izquierda del cajón matinal, bajo la aspiradora y los guantes de faena, tengo las llaves de mis sueños: una de color pastel: con escalinata, invitados y guinda; otra de color violeta y forma de nube, que no quiero perder; y la última, la llave maestra, con la que abro y cierro todas las puertas de mi vida.
    ¿Sabéis?..., me sienta bien este delantal de andar por casa.
      Aquí, en el bolsillo derecho, guardo las llaves de colores, por si las necesito; y en el izquierdo, un broche de perlitas y un plumero (nunca se sabe...).  Me marco un bailecito en el salón para entonar músculo y... ¡vamos al turrón! (como decía mi padre).
«¡A por todas, ´Cenicienta´, que ya te falta menos!» –me van susurrando inquietos los ratones y los gatos.






EL CARRO FREUDIANO

          No sé tú, pero a mí esto de controlar el carro freudiano me resulta supercomplicado. Porque, a ver… ¿Cómo se puede andar todo el día con estos dos tiranos que no se ponen de acuerdo?
         El uno: díselo, tonta, no te cortes. Que sepa lo que vale un peine. ¿Qué se ha creído…? Y si hace falta, le arreas con la goma del butano entre las piernas.
        El otro: no, no, por Dios; por la Virgen y por todos los Santos. Sé prudente, hija. Comprende a las personas y no hagas nada de lo que luego puedas arrepentirte. Perdona y olvida, como te enseñaron tus mayores.
        Y aquí, una, de esquina en esquina, con el flequillo de punta y las botas a medio calzar. ¿Quién le mandaría a Freud descubrir al tripartito este que llevamos dentro?
       Pero vamos, que esto lo arrego yo...
      ―A ver, tú. Sí, sí. No disimules. El que se pasa el día descosiendo mis instintos salvajes y primitivos. ¡Al suelo!... Oye, ¡que te bajes del carro ahora mismo, tío! Que no te llevo más conmigo a ninguna parte.
      Ahí lo dejo, en mitad el campo, que arree con las cabras.
      ―Ahora tú. Venga, fuera de mi carro. Que estoy hasta el moño de que me apuntales el escote. Que los botones están para desabrocharlos, pedazo de mojigato. Que una ya perdió el escapulario hace tiempo para que andes todo el día picoteándome las sienes: que si eso no se hace; que si hay que ver cómo le hablaste a fulanita; que si las bragas no se tienden de día; que el chocolate engorda…; que por aquí no, que por allí sí... ¡Anda y vete a barrer desiertos...

        ¡Listo! Acabo de desmontarle el ´puzzle´ a Freud; con lo que tuvo que costarle al pobre que el Ello, el Yo y el Superyo se pusieran de acuerdo...
       Que no, que no… Que no quiero tanto plasta a mi alrededor... Ni tú, ni tú. Que el carro es mío y lo llevo “YO”.





CAMBIO DE HORA

          Tengo un descontrol de narices. Se supone que el ser humano es el único animal capaz de adaptarse a todo; doy fe: me he quedado sin crema del pelo y me eché un poco de vinagre. Pero es que a esto del cambio de hora no le acabo yo de tomar el pulso, miusted. Con lo bien que llevé lo del euro: tres euros, quinientas pesetas; seis, mil. Cincuenta euros es un billete gordo. El de “cien” ni lo he visto; pero vamos,que me creo que existe, como existe Plutón.
         En fin, que hoy, a las 14 horas 30 minutos, “que eran las 13 h 30 minutos "(nueva hora oficial) yo (mi yo racional) decía que no, que eso de comer tan pronto era de ´guiris` y que en España se almuerza más tarde; of course. Pero como tenía hambre...(en realidad eran las dos y media, hora estomacal) pues nada, que tuve que poner de mi parte y “tragar” con el cambio: «se come antes o te las entiendes con tus tripas». Y como todo iba adelantado, pues el café también tuvo que adaptarse al horario. Y a eso de las seis, que eran las cinco, me hice un lío, no me acordé y me volví a preparar otro café. Ahora, con dos ´Saimaza´naturales, tengo los ojos como platos.
     
        Con la niña sí que anduve con tacto, porque una cría de cuatro años no tiene por qué adaptarse tan rápido a estas loquerías que no hacen otra cosa que descontrolarnos más de lo que estamos. De manera que le di de comer a las dos, que eran las dos: la hora a la que recibe su comida principal (aunque los relojes marcaran la una). Pero claro, he querido acostarla un ratito a la siesta y ahí se me ha desmontado el tema.
         Y es que a los mayores nos llevan y nos traen por donde quieren, pero a los niños no hay quien los engañe. Resulta que al comer a las 14, que eran las 13, yo la quise acostar a las 15, que eran las 14, y es cuando me ha protestado, diciendo: «Abuela, ¡que yo siempre duermo la siesta a las 16!» Y es que estoy más liada que el del chiste, cuando decía: “Yo ya no sé si el médico me ha recetado una pastilla después de cada comida o una comida después de cada pastilla”.







MIÉNTEME

            Mucha gente confunde la sinceridad con la falta de cortesía. Porque, a ver…, si alguien me pregunta, por ejemplo, si me gusta su traje y hay confianza, puedo contestar tranquilamente: sí o no. Claro que, si el tipo en cuestión no pertenece a mi círculo íntimo y, encima, su traje me parece un churro, podría levantar los ojos y compartir el hallazgo de un desconchón en el techo, a ver si cuela el espejismo...
          Como estrategia, ante los insistentes, me parece que no funciona. ¿Por qué?... Pues, porque los hay plastones. Y en el momento en el que bajes los ojos y te vuelvas a encontrar con los suyos, te repiten la pregunta: "¿Te gusta mi traje?" Y te dan ganas de contestar: « Tío, eres más pesado que una vaca en un párpado». Pero no lo haces. ¿Por qué? La cortesía...

         Claro que hay a quienes de verdad le interesa tu opinión (un honor). Te preguntan, y si no contestas, no insisten. Sin embargo, otros, como el ´plastilla´ de turno, ahí siguen, dando golpecitos en el suelo con el pie... "¿Te gusta mi traje?" Vale, pues ¡zas! ( tú te lo has buscado).Y vas y lo sueltas. Le dices que los colores chillones ya no se llevan; que los pespuntes siempre van por dentro; que los botones lucen horrorosos; que habría que cortar de aquí..., de aquí..., y de aquí. Que, además, el traje necesita un planchadito y que, en general, y para que conste en acta, el tipo en cuestión tiene el gusto atrofiado.  En resumen, para no despilfarrar saliva, mejor que se compre otro traje. Y al susodicho en cuestión se le queda cara de gallina ´desplumá´, te mira de arriba abajo y te da la espalda con un mosqueo de cañón.
        «Oye, perdona, que yo intenté ser cortés. ¿Qué pasa? ¿Qué hay que ser hipócritas para llevarse bien con la plebe? Pues nada, ahí va...: «Mira, tío, ese traje me parece de lo más original; con esos botones tan abotonados; esas mangas tan mangadas; esa solapa tan al cuello; esos colores tan coloridos... Una preciosidad, tío, una auténtica Pre-Zio-Zi- Dad.
          Y el tipo, aunque sabe que su traje es un bodrio, se va tan contento, porque la gente, con este tipo de preguntas, lo que te quiere decir es eso:: “Miénteme, aunque sea un poquito”.





PESPUNTES DE TIEMPO

           Recuerdo una vecina que vivía en el quinto: Mari, la loca, le decían en el barrio. Y todo porque arrastraba sus días entre carritos de la compra, mechones de pelo en el ojo y un puñado de niños agarrados a su falda; tenía cinco. Un día, hasta se desmayó en la escalera (pobre mujer). Le dieron agua y auxilio, y argumentaron (sin piedad) que habría que llamar a los Servicios Sociales para liberarla de alguno de sus retoños (la mitad todavía en pañales). «Lo que ustedes tienen que hacer es echarle una mano, vecindonas inmundas», pensaba yo, que, por aquel entonces, todavía llevaba trenzas.
          Cuando la Mari enfermó, mi madre subía a la hora de la siesta y le daba friegas de alcohol en las piernas, de merendar a los niños y de sermones al marido; que ya despuntaba palidez del hígado
debido a los muchos litros de vino que se metía en el cuerpo. Se murió el Manolo, enviudó la Mari y la orfandad dejó a los niños sumidos en la más absoluta de las miserias. En el entierro ―al que sólo asistió el hijo mayor (ocho añitos de hombre)― la necesidad se impuso al ritual.

        Padre Nuestro que estás en los cielos,
        ―Mamá...
      Santificado sea tu nombre
      ―¿Qué, Juanito?
     Venga a nosotros tu reino,
      ―Tengo hambre.
     Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo,
      ―Aguanta un poco, hijo.

       ¿Aguantar qué?... ¿La desidia de la gente? ¿Las injusticias de la vida? ¿Los malos tiempos? ¿La sinrazón?... Todo eso se puede aguantar, e incluso perdonar y olvidar. Lo que no se puede ―en medio de los golpes de pecho y el velo inmaculado de la hipocresía― es acallar las tripas inocentes de un niño.

       «Ven conmigo, chaval». Y allá que Paco, el de la tienda de ultramarinos, se lo llevó de la mano sin dar explicaciones, ni al muerto borracho de su padre ni a la pobre y desvalida mujer.

       Al final, la Mari salió a flote, no sé si con ayuda humana o divina, pero salió. Crió a sus hijos y deshojó sus madrugadas entre los pespuntes de una “Sigma” confeccionando cortinas para una tienda. El caso es que los niños crecieron (los de ella y los del resto del vecindario). Unos se marcharon, otros se quedaron, y a todos les brindó el barrio una suerte de pesebres cotidianos donde  volver y albergar recuerdos.
      Ahora, después de tantos años, cuando regreso al bloque donde me crié (mi hermana vive allí), y me cruzo en la escalera con algún mocetón engominado y feliz, saludo y vuelvo los ojos, rastreando los brotes de tiempo. «Es uno de ellos», me digo, y sonrío como quien descubre un hermoso árbol allí donde la memoria auguró un puñado de cenizas.

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