martes, 6 de diciembre de 2011

El fantasma del libro



Una vez, en la biblioteca, mientras leía a Kant (me gusta leer a Kant en la biblioteca) encontré un subrayado en el libro. Pensé que no se deben pintar los libros de uso público; tampoco los personales, pero cada cual que guarree su vida como quiera. El instinto fue sacar una goma y borrar aquellas marcas a lápiz. Pero un día, hace mucho, decidí que dejaría de arreglar lo que otros estropeaban (ya lo intenté con mis padres, a los que amenazaba con suicidarme si no dejaban de gritar. Sin embargo, lo único que conseguí fue que me llevaran al médico. Me llevaron al médico dos veces, como no se hablaban, ninguno de los dos sabía que el otro ya me había llevado al médico. Y eso que yo les informé, pero no me hicieron caso).

En fin, aquel día, en la biblioteca, en lugar de borrar la marca rayada del libro, lo que hice fue escribir una nota al margen (también a lápiz): “No se debe pintar en los libros que usan otras personas”. Lo cerré, lo llevé a su estante y me fui. En el autobús, me entretuve mirando a un niño que jugaba con su muñeco Spiderman. Lo elevaba en el aire y luego lo pegaba al cristal de la ventanilla, como diciendo: "Mira lo mal que anda el mundo, a ver si lo arreglas”. La madre, entre tanto, llevaba los ojos perdidos en la memoria, a miles de kilómetros de allí. Mucha gente se pierde en los autobuses, aunque las veas en su asiento, no están ahí. El niño y su madre bajaron en Santa Rosa; yo lo haría en la parada siguiente. De pronto, advertí que el niño había olvidado su héroe en el asiento. Lo rescaté enseguida, antes de que él también se perdiera. Bajé en mi parada, con Spiderman en el bolsillo. Hacía un poco de frío. Caminé en dirección a la parada anterior y llegué a Santa Rosa. Ni rastro del infante y su madre. Pregunté a un señor que llevaba unas bolsas. Me dijo que no, que no se había cruzado con ellos. Incluso me paré en el quiosco, compré unos chicles y luego pregunté a la vendedora si había visto a una mujer demacrada, con un abrigo marrón y un niño llorando de la mano (supuse que el crío iría llorando, pues ya habría echado en falta su Spiderman). La mujer del quiosco me dijo que lo único que había visto en los últimos minutos fue un señor con unas bolsas, un perro suelto y otro paseando a su dueño. De manera que me fui a casa. Al entrar, encontré a mi marido en la cocina, preparándose una sopa de verduras. Como hace tanto tiempo que no nos hablamos, ni siquiera le conté lo del niño que había olvidado a Spiderman en el autobús, aunque me apetecía mucho hacerlo. Igual, después de tantos años, tendría que darle la razón a mi padre, cuando decía que yo, de pequeña, me parecía a “Antoñita la Fantástica”, pues siempre traía una historia que contar, por eso terminaba de comer la última.

Aquella noche dormí mal. Imaginaba al niño en su pataleta, gritando que quería su Spiderman; y a la madre, llamando por teléfono a comisaría, para que fueran a las cocheras de ´Aucorsa´ y buscaran el muñeco en alguno de los autobuses. Si la gente estuviera más pendiente de sus cosas, la policía no tendría que atender llamadas tan tontas como éstas. Al día siguiente, por la tarde, volví a la biblioteca. Me fui al estante y extraje de nuevo el libro “Crítica de la razón pura”. Saqué la goma de borrar y busqué la página donde dejé mi nota a lápiz. Debajo de mi escrito habían añadido algo: “Perdón. Ya borré el subrayado”. ¡Vaya sorpresa!, me dije. Entonces, anoté: “No pasa nada, pero hay que cuidar los libros, ¿no te parece?”. A partir de ese momento, cada vez que visitaba la biblioteca y abría el libro de Kant, encontraba algo escrito al margen de la página o al pie de la misma o en la página siguiente. Aquella persona misteriosa me preguntaba cosas y me contaba otras. Yo le respondía, y también le contaba. Como en el libro ya quedaba poco espacio en blanco que no hubiéramos usado para comunicarnos, lo que hice fue insertar cuartillas numeradas. Estaba claro que, aquel individuo, quien quiera que fuese, usaba el libro por la mañana, pues yo lo hacía por la tarde y nunca faltó el ejemplar de su sitio. Habría podido descubrirlo, saber quién estaba al otro lado de esa realidad cotidiana que, de pronto, se había vuelto mágica; pero no lo hice. No quise que se rompiera el hechizo al ponerle ojos, piernas, labios, nariz..., y demás apéndices corpóreos a ese alguien a quien le gustaba Kant tanto como a mí, y a quien podía imaginar a mi antojo. Incluso, un día, le conté lo del niño que olvidó a Spiderman en el asiento del autobús. Me dijo que, de pequeño, le había ocurrido lo mismo, que también perdió a Spiderman en el asiento de un autobús. “¿Y qué ocurrió?”, dejé escrito en la cuartilla, para que supiera que me interesaban sus cosas. Me contestó que su madre, aquella noche, al llegar a casa, abrió la llave del gas, y que nadie pudo salvarlos porque habían perdido a su héroe.

¿Estás muerto?¡Vaya imaginación!..., dejé escrito en la cuartilla.Y la devolví al interior del libro.

Hoy es fiesta y la biblioteca no abre. Tendré que esperar a mañana, a ver qué me contesta. Le diré que puedo devolverle a su héroe; total, el niño del autobús ya se habrá olvidado de él. A veces, pienso que es una suerte poder compartir estas tonterías con alguien, aunque, de momento, no tenga cara, ni ojos, ni piernas…, y viva al otro lado de las páginas de un libro.

2 comentarios:

Rochies dijo...

encantador, y simultáneo, hace una semana me debatí en el asunto de la crítica kantiana. adorable.

Ave Mundi Luminar dijo...

Podría haber sido un relato profundamente escalofriante de no ser por esa pincelada final que convierte el texto en profundamente genial! ... (uno más).

Uno puede jugar a perderse en las metáforas que sugiere el texto mientras los escalofrios tensan la columna vertebral, pero .. casi mejor me abrazo al regalo pre-meditación de tu post

Enhorabuena por el texto...y ... gracias por seguir compartiendo!